martes, 30 de septiembre de 2025

La vila valenciana

:

:


Estamos en la sala de la casa frente a la televisión, dice mi tía que su amiga le ha enviado un mensaje de voz. Lo pone a reproducir en volumen alto y escucho con claridad, su propia cadencia elabora el relato de la tarde. Recrea la escena repetida a diario de estas mujeres viudas que se reúnen para estallar juntas mientras se pasan los platos y comparten el vino. Una tarde esplendorosa, llegamos de sombrero entre las arenas, una vía principal concurrida, el restaurante con mesas al aire libre debajo de árboles frondosos. La tía les había comentado de nuestra visita y conocían a cada familiar nuestro que viajaba a La Vila.

El camarero recibe un regalo de una de ellas al arribar a la costa sur de la mesa. No han llegado las dieciséis, terminan de sentarse con alaraca las que van llegando. Resuena el apodo de Las Vengadoras entre ellas, se dicen así por ser supervivientes de sus maridos, de sus tratos y ausencias. Bebemos vino y las tapas ruedan generosas. Raudo camarero reparte platos de pan con pescado y jamón y carne frita. Las damas cuentan de sus planes para el próximo viaje en crucero.

La concejala me envía una tapa con mayonesa desde la cabecera norte. La pruebo creyéndolo manjar y asqueado se la regalo a mi vecina. Me paro y camino hasta su asiento en la cabecera, le digo a la concejala, arrodillado a su lado:

---Detesto la mayonesa.

Me dice:

---Yo también, pero te la he dado porque te he visto muy delgado.

Y cuando vuelvo a sentarme el camarero me trae otra tapa de rebosante mayonesa. Y digo, riéndome, «Y justo este man me trae otra de estas». Pero él permanece detrás mío con el subterfugio supremo, me da un golpecito en el hombro y se aleja. Y vuelvo a pasarla, una dama gruesa y bonachona. Le digo que me ha gustado mucho la tarta.

---¿Cuál tarta? ---dice fumando.

---La de tomate que han puesto a rodar.

La que ha cocinado tal, le digo el nombre de nuestra vecina de enfrente.

---Ah, la coca.

---La coca.

---Pues a mí me queda mejor.

Hablan del viaje del camarero. Aprueban y lo felicitan por su místico trasegar por la ruta de Santiago. Le pregunto si ha ido solo.

---He ido con mi hijo.

Otra coca horneada, la traen envuelta en papel aluminio desde la costa norte, la destapan y parten y ponen a rodar, pero quéjanse unas porque no ha llegado porción al otro extremo de la mesa. Y se sirven en su latitud sureña otra coca de similar sabor, más crocante, que se reparte entre las pocas de su orilla. Y aúlla la costa norte por la injusticia.

La concejala, animada por la morfina, enarbola similares argumentos. Asume la voz por encima de cada interacción que su opinión mengua. Su voz decae entristecida por sus batallas cada vez más breves. Con el tenue dejo de su marido en el comando de su voz. Un susurro sutil como la brisa que solía dorarla durante las estaciones en Marruecos. Con bramidos moriscos responde entre diálogos y aplaca a su audiencia, la cual decepcionada airea arengas como en las gradas del estadio.  

Escancian y brindan, deriva el sol y aparece un hombre de tez indiana: un trabajador colombiano que se gana la vida arreglando jardines. Mi tía conversa con él dándole instrucciones, pidiéndole cuentas. Me llama para que me acerque a conocerlo. Nos deja a solas a conversar.

Me dice que gana en euros, «sí o qué parce, pa’ lo que uno trabaja en Colombia por dos pesos». Que está ahorrando para volver. Porque no hay nada como la tierrita de uno.

---Usté de dónde es.

---De medallo.

---Qué chimba. Yo soy de Cali.

Me dice su nombre. Que él tenía un diez por ciento de una tierra avaluada en mil millones, parce. Que iba a ahorrar cincuenta millones y se abría. Que él no tenía pensado quedarse «pero aquí se vive muy chimba. Usted puede dejar la bicicleta tirada y ahí la encuentra y nadie le dice nada. Nadie lo molesta por nada, nadie lo mira.»

---Si necesita perico, crespa, ya sabe. Yo venía cargao con un viaje pero me tocó quedarme por la pandemia. Ando bajo perfil sí o qué. Lo que necesite, viejo Santi. Yo trabajaba para un duro que se le torció a U* entonces anda relajao. Tiene trescientos millones de euros el jefe mío.

Y saca el celular y me muestra su casa en Cali. En medio de una selva impenetrable junto a un río caudaloso atravesado por un puente de varas de caña. Selva fiera y pura. A un costado unas casas de ladrillo y terrazas abiertas al fresco. «Qué chimba pa tomarse unos guaros ahí parce, sí o qué. A mí me encanta bucear. Pero con la bareta ya casi no me rinde. Unas por otras.»

El camarero sirve una tanda de tapas que de pronto escasean. Sugiero que pidamos botella de rosado, que no maltrata. Pero se desata una ira en coro. Y dice una Vengadora en frente, «es mejor no entender, si entiendes, te cabreas». El camarero trata de sosegar el asunto pero no puede hacer nada ante la persistencia de las voces a cada extremo. Dos hermanas, que habían estado conversando entre ellas sobre sus acompañantes ocasionales del extranjero, se tapan el rostro avergonzadas.

La costa sur se pone de pie y la voz crece y mandan a callarse entre ellas. El gesto de pomo que se enseña para demarcar el alcance del respeto. Con presteza asir y desenfundar una palabra altiva, airada, vindictiva. La Vengadora que había dicho que era mejor no entender para no cabrearse, ahora llora. Mi tía se para y ayuda a levantar a la concejala apalancada en su báculo. Deciden partir y echamos a andar en grupo menguado, un bando grueso permanece sentado. Apóstol dividido entre hordas de amigas expulsadas del restaurante, a vagar por las calles. A buscar un refresco y algo de pan salado. Entre aceras y coches aparcados y bajo la sombra de piel fría y las escamas de la brisa.

En el restaurante que encontramos, la concejala me pregunta si he ido al museo, habla de un barco romano y tal.


::
::

sábado, 25 de enero de 2025

Adeptos en maldiciones




:



...



La última vez que vino a casa, le pedí a mi tío que nos contara una de sus anécdotas, de cuando era guaquero y buscaba tesoros escondidos con su grupo de compadres: hombres guiados por los rumores de las historias de las gentes.

Bajo la sombra del parasol nos hablaba, su público era un grupo familiar nutrido:

—Todo guaquero debe tener los oídos abiertos —decía.

Bebía sorbos de su bebida. Listaba nombres de pueblos aislados de la civilización, replegados sobre la cordillera ignota. Hacía mención de rumores de luces fantasmágoricas que alguien vio. Murmullos y quejidos procedentes del otro mundo que alguno había oído. Explicaba que eran la suerte de indicios que buscaban. 

—Uno debe estar atento a los relatos. A las anomalías de las que hablaban las gentes. Pues a partir de las descripciones que nos iban dando, sabíamos si valía la pena o no plantearnos las visitas a los sitios.

Más aún: según ese primer indicio comenzaban a descifrar los guaqueros la naturaleza de la maldición con la cual habrían de enfrentarse.

—Cada encantamiento es único y cada guaca exige una manera particular de aproximarse. Una vez —nos cuenta—, cavábamos hoyos en la tierra alrededor de un hogar abandonado. De una familia que había vivido allí hacía mucho tiempo y que permanecía desde entonces a merced de espíritus intranquilos. 

Al arribar, encontraron rastros de trabajos de guaqueros anteriores alrededor de la casa: hoyos superficiales, tapados a medias. A un costado montaron la tienda de campaña y en el transcurrir de los días cavaron ellos también sendos agujeros. Pero no lograban encontrar nada.

—Fuimos aproximando los agujeros hacia las paredes de la casa.

Y sigueron cavando. Hacía un sol esplendoroso, sin rastro de nubes.

—La atmósfera del ambiente podía cambiar en cuestión de un abrir y cerrar de ojos.

De súbito se ennegrecieron los cielos. Y comenzaron a azotarlos lluvias incesantes. «Hágale que tiene que ser por aquí», se decían animosos.

Pero las cascadas diluviales llenaron los agujeros de sus búsquedas infructuosas y los convirtieron en trampas donde alguno, atrapado en el lodo, podía llegar a morir ahogado ante las miradas pávidas de sus compañeros. Tenían historias trágicas de guaqueros mal preparados que caían a los agujeros y no volvían a salir. Y de otros que, intentando ayudar, bajo truenos incandescentes y los caudales que se derramaban del cielo, habían sido arrastrados también hacia las profundiades insalvables.

—Eran formas de disuación propias de la guaca.

Mi tío leía el asombro en nuestros rostros y se deleitaba:

—Otra manera de esconder y proteger el tesoro. 

De ahí que fueran desarrollando técnicas de oficio para hacerle frente a las defensas del inframundo. Los equipos debían proceder con método: construir carpas, trazar surcos de desagüe, volver a rellenar la tierra para dejarla intacta. Turnarse para cavar. Montar poleas. Establecer guardias.

—Y entre más nos acercábamos al botín, más fuerte era la presencia.

Llevaban una semana cavando, cuando comenzó a caerles tierra encima de los hombros.

—¿Cómo? —decíamos entre risas nerviosas.
—Sí, así es. Desde el cielo nos caía tierra.
—¿Cómo así?
—Nos caían terronazos sobre las cabezas de quienes echábamos pala o sacábamos tierra. 
—A cielo abierto.
—A cielo abierto.

Y uno de los compadres diría: «yo no fui». Y otro decía: «que no fui yo». Con la verdad brotando de sus bocas.

Lo cual podía desatar reyertas dentro de la cuadrilla, motivadas por los días de mal dormir y poco comer. La pasión jugaba entonces una nueva capa de defensa sobrenatural. Y se culpaban unos a otros y las hojas de los machetes se desenvainaban. La avaricia les anticipaba un mejor corte del botín y se mataban entre ellos en accidentes fingidos. Saldaban cuentas: venganzas secretas, unas enterradas, otras recién surgidas en sus corazones.

De ahí que los equipos estuvieran compuestos familiares entrañados y colegas fieles, pues de esa manera se disminuía la posibilidad de una traición. De que estallara una ira encendida de súbito. Y si lograban sobreponerse, si el ánimo de la cuadrilla prevalecía, podían entonces descifrar, con el esfuerzo requerido por el encantamiento, la manera de deshacerlo y revelar el tesoro.

Convencidos de la dirección de los esfuerzos, se decían, «hágale que tiene que ser por aquí». Y se entregaban a su oficio porque su recompensa auspiciaba la fortuna. Oro precolombino. Doblones, lingotes coloniales.

Y el barro les caía sobre las nucas y la tierra se desparramaba tras el golpe y se les metía hasta dentro de las botas. Y algunos caían enfermos en medio de la lucha, pero su ambición era mayor y más arremetían y más se empeñaban en su continuar la labor. Entonces una nueva disuasión los acometía:

—Escuchábamos risas de niños.
—Cómo así.
—Como de niños que juegan.
—Cómo así.
—O llantos. Quejidos.
—Y de dónde salían.
—De ninguna parte. Y duraban horas y horas.

Y los oían pero no los veían por ninguna parte pues las montañas son inhóspitas y la selva desolada. Misterios que iban siendo desenterrados, de niños que lloran y juegan y sus voces son ecos de vidas ahora invisibles, pero que se escuchan y se entienden como si los tuvieran en la cercanía, de cuerpo presente. Y entre ellos debían darse fuerzas para no perder el sentido de las cosas y la razón del mundo.

Y alguno sufría de la impredecible consecuencia de la locura bajo la desesperación de un horror incognoscible nunca imaginado, apenas sospechado en los rumores más inverosímiles. Que les llegaría al cabo en un intento de hacerles desistir. Horrores incomprensibles que gestan comportamientos foráneos a las ideas y emociones habituales. Un fanstasma que ríe como niño y llora quejándose de un mal causado palazo a palazo. Heridos por el filo de cada acierto. Y el peligro no acababa allí: 

—En momentos de revelación, un nuevo indicio podía flotar brevemente como un destello pasajero que se desvanecía ante nuestros ojos, indicando el sitio sagrado —dice mi tío.

Y cuenta que las luces los fueron invitando hacia dentro de la casa. En una de las habitaciones se desmoronó un pedazo del techo y lesionó a uno de los trabajadores, por poco lo aplasta. Entonces cavaron en aquella habitación. Había una cuna. Y allí se entregaron con el último de sus esfuerzos.

Y cuando al fin el botín se descubre, antes de estudiar la manera de abrirlo, es menester el fervor de la oración. Como el procedimiento involucra el riesgo de la muerte, cuenta mi tío que ante la vista del cofre, a la manera de un ritual, se santiguaban y oraban. Y entregaban sus almas a una protección alada, superior.

—Dependiendo de los contenidos, de la particular maldición que le hubieran impregnado a los bienes guardados, habría una oración para dispersar el hechizo. Por eso algunos guaqueros cargaban un librito de oraciones especiales para cuando se descubriera el tesoro.

Tras años de oficio, cuenta mi tío, algo había logrado sacar en claro: si se ha llegado hasta ese punto, es porque ha primado la buena fe y la fraternidad de los guaqueros. Pues rescataban del olvido la memoria de quienes atesoraran reliquias amadas. Y en el reconocimiento de cada objeto adentro, antes de una equitativa distribución consensuada, se debía orar para dejar que las almas encerradas juzgaran la pureza de esas otras almas que las despertaban de sus sueños perturbados. Liberadas del dolor misterioso sólo a través de una honesta encomendación de bondad.

Y por medio de constantes oranciones, suavizar y acallar los espíritus.

—Y destapamos el cofre. Era un cofrecito de madera, muy lindo, muy pulido y esmerado. Dentro había un relicario atado a una cadena de plata. Y con la foto de una niña adentro.
—Ah carajo.
—Había pertenecido a una niña que muriera de muerte natural y cuyos padres adoraran hasta los confines de la muerte.
—Y qué más.

Había oro.

—Pero eso no se puede vender —decía mi tío—. Si usted vende el oro que encontró en una guaca, se muere en los días siguientes.
—Qué.
—No pasa del tercer día.
—Cómo.
—Algo le sucede. Pero se muere. Está garantizado.

Su audiencia lo miraba incrédulo. Al lado del guaquero, el hijo menor, mi primo, nos contemplaba con sosegado placer.

—Yo la historia me la sé de memoria. La he escuchado muchas veces. Ustedes verán si le creen.

Y él y su padre se reían con complicidad.


...



:

jueves, 9 de enero de 2025

La rendición




:



...



Solía haber, ante la catedral mastodóntica, blanca y fúnebre, unos árboles enormes rodeando la estatua del famoso mariscal de Ayacucho. Luego fue renovada la plaza con baldosas ciclópeas, en las tardes de sol hierve su amplitud. La sombra la da un monumento de ejércitos batallando en la elevación de su pedestal enorme de luna menguante. Y bajo el sol fiero encontrar la plaza rejuvenecida por el tránsito de vidas que brotan espontáneas. Engalanadas en sus infinitas posibilidades, andando la vía y rodeadas de la novedad de su concurrencia.

Cada calle es la misma y cada tienda la conocen de tanto pasar, pero en esta ocasión a la plaza central la ha sitiado un comercio colorido de sombrillas. El conjunto forma un bloque compacto junto a una tarima: ha previsto la alcaldía la necesidad de una audiencia y para ello mandado a instalar las toldas de los mercados artesanales. En su abigarrada unidad, los techos componen una pérgola contra el calor y dentro un bazar de delicias locales, con callejones bajo sombra fresca.

Celdas consecutivas enseñan sus mercancías puestas a vivir, iluminadas las toldas por los destellos de los empaques brillantes, transientes, que exhiben. Ingresar y atravesar los interiores de la cuadrícula, entre sombras cuyo colorido tenue, apaciguado, invoca la experiencia absorbente e íntima de los mercados árabes bajo el calor del sol doblegado por el fresco del jardín. Jugos y sus alfajores. Sus frutos en extractos de savia embotellada.

Y la amplitud de la plaza propaga hacia las arterias el estruendo de una música de parranda, entrecortada por las voces conversando por altoparlante. Que mandó el alcalde a poner en frente del edificio de la administración una tarima de conciertos, donde charlar con los amigos de su administración, dos damas, dos señores. El cableado grueso culebrea y se escurre como un intestino desde el fondo de las oficinas de la bestia estatal y desata su tripitorio tras las puertas de forjas coloniales hacia la calle viva. Y no le importa que los paseantes la pisoteen, es gorda y va de jubilada.

La cabeza de la sierpe es un micrófono en la mano de la maestra de ceremonias. Y ella va transladándola desde el largo de su cola, de mano a mano, las voces le hablan a la cabecita de boca a boca y al cabo de sus intervenciones la devuelven. Se turnan con la música. A los pies del entramado se acumula un flujo de tránsito estancando, de súbito sujeto a presencia una rendición de cuentas. Los bafles a los costados estallan como escopetazos sus risas amigables, son gente proba en plan de socios aguardienteros. Habla el alcalde y la iluminación de estudio lo enfoca, la cámara a quemar ropa lo agranda y transmite y su rostro se ensancha en las pantallas detrás de su figura erguida.

La voz de la maestra de ceremonias, de tacones merodeantes sobre en el escenario, anuncia, para la plaza entera, los nombres y apellidos de un tal ganador. La plaza le responde con el rumor de brisa fría y el polvo indio de las sombras de los árboles que no talaron. El alcalde no baja la espada: no será la plaza y su mercadillo quienes alegren la parranda con sus músicas sabrosas, entonces grita sin micrófono:

—Que lo llamen al teléfono.

Su voz espontánea sin resonancia, apocada por el murmullo, no lo escuchan los de al lado. Le entregan el micrófono. Reacomoda su postura y repite su anuncio:

—Que llamen al señor para darle noticia…

La música oculta el final de la sentencia. Algunos se mosquean al oír el repicar del teléfono, sus campanitas resuenan en los ámbitos de la plaza acalorada. Los altavoces proyectados hacia el cielo expelen vahos y el eco del estruendo del espectáculo se cuela por las calles y enmuda las demás músicas de los bares de la vía contigua. Y su comando cercena la danza folklórica de guitarras y tiples. Al fin un señor contesta y escucha la música y el rumor de fondo. Pero no sospecha que la conversación la escuchamos en masa los transeúntes. Sin embargo alcanza a decir:

—Que no se le escucha.

Y la gente ríe. Venden mermeladas y cremas, ropa china, imitaciones locales de artesanías de indios, salpicones y helados, accesorios para el celular. Y taladra el alcalde, dice:

—¿Pero usted sabe con quién está hablando?

Y su interlocutor no lo reconoce. La gente ríe. Una obra de teatro que torna al escenario en cómica envoltura. Estancado el tránsito de paisanos entretenidos alrededor de las cafeterías. Entonces el alcalde pronuncia su nombre alado. Los sonidos con los cuales supone aclarar y desatar la humildad del afortunado súbdito señalado con el dedo del azar de su bondad ubicua. Y tras conjurar su nombre, el alcalde lo rodea con un silencio breve de su propia ceremonia que le juega en contra: el interlocutor no dice nada, no causa efecto su nombre santificado, el señor del teléfono le responde,

—Ah, sí, sí, dígame.

La plaza ríe. El alcalde declina a salvar su honra y le dice,

—Yo soy el alcalde de Rionegro.

La voz del alcalde distintiva por su oratoria, la pausa conciliatoria. Era su propósito manifestarle a su interlocutor su magnanimidad al condonarle una deuda. Elegido entre miles de deudores como feliz liberado de la proscripción del crédito. El hombre escucha la turba del comercio, el susurro de la calle engrandecido. Un concierto de pachangas confundidas con voces de fiesta repetidas.

—Sí, sí, yo pedí un préstamo.

—Por cuánto hizo el préstamo.

Y tras los recovecos cesa la voz de sus respuestas, así como las risas carnavalescas y el tropel de las masas como abejas azotadas.



...



:

jueves, 2 de enero de 2025

La falsificación y la imitación en el proceso creativo




Gould, G., & Bustamante González, S. (2015). La falsificación y la imitación en el proceso creativo. Revista Universidad De Antioquia, (322). Recuperado a partir de https://revistas.udea.edu.co/index.php/revistaudea/article/view/25154