jueves, 9 de enero de 2025

La rendición




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Solía haber, ante la catedral mastodóntica, blanca y fúnebre, unos árboles enormes rodeando la estatua del famoso mariscal de Ayacucho. Luego fue renovada la plaza con baldosas ciclópeas, en las tardes de sol hierve su amplitud. La sombra la da un monumento de ejércitos batallando en la elevación de su pedestal enorme de luna menguante. Y bajo el sol fiero encontrar la plaza rejuvenecida por el tránsito de vidas que brotan espontáneas. Engalanadas en sus infinitas posibilidades, andando la vía y rodeadas de la novedad de su concurrencia.

Cada calle es la misma y cada tienda la conocen de tanto pasar, pero en esta ocasión a la plaza central la ha sitiado un comercio colorido de sombrillas. El conjunto forma un bloque compacto junto a una tarima: ha previsto la alcaldía la necesidad de una audiencia y para ello mandado a instalar las toldas de los mercados artesanales. En su abigarrada unidad, los techos componen una pérgola contra el calor y dentro un bazar de delicias locales, con callejones bajo sombra fresca.

Celdas consecutivas enseñan sus mercancías puestas a vivir, iluminadas las toldas por los destellos de los empaques brillantes, transientes, que exhiben. Ingresar y atravesar los interiores de la cuadrícula, entre sombras cuyo colorido tenue, apaciguado, invoca la experiencia absorbente e íntima de los mercados árabes bajo el calor del sol doblegado por el fresco del jardín. Jugos y sus alfajores. Sus frutos en extractos de savia embotellada.

Y la amplitud de la plaza propaga hacia las arterias el estruendo de una música de parranda, entrecortada por las voces conversando por altoparlante. Que mandó el alcalde a poner en frente del edificio de la administración una tarima de conciertos, donde charlar con los amigos de su administración, dos damas, dos señores. El cableado grueso culebrea y se escurre como un intestino desde el fondo de las oficinas de la bestia estatal y desata su tripitorio tras las puertas de forjas coloniales hacia la calle viva. Y no le importa que los paseantes la pisoteen, es gorda y va de jubilada.

La cabeza de la sierpe es un micrófono en la mano de la maestra de ceremonias. Y ella va transladándola desde el largo de su cola, de mano a mano, las voces le hablan a la cabecita de boca a boca y al cabo de sus intervenciones la devuelven. Se turnan con la música. A los pies del entramado se acumula un flujo de tránsito estancando, de súbito sujeto a presencia una rendición de cuentas. Los bafles a los costados estallan como escopetazos sus risas amigables, son gente proba en plan de socios aguardienteros. Habla el alcalde y la iluminación de estudio lo enfoca, la cámara a quemar ropa lo agranda y transmite y su rostro se ensancha en las pantallas detrás de su figura erguida.

La voz de la maestra de ceremonias, de tacones merodeantes sobre en el escenario, anuncia, para la plaza entera, los nombres y apellidos de un tal ganador. La plaza le responde con el rumor de brisa fría y el polvo indio de las sombras de los árboles que no talaron. El alcalde no baja la espada: no será la plaza y su mercadillo quienes alegren la parranda con sus músicas sabrosas, entonces grita sin micrófono:

—Que lo llamen al teléfono.

Su voz espontánea sin resonancia, apocada por el murmullo, no lo escuchan los de al lado. Le entregan el micrófono. Reacomoda su postura y repite su anuncio:

—Que llamen al señor para darle noticia…

La música oculta el final de la sentencia. Algunos se mosquean al oír el repicar del teléfono, sus campanitas resuenan en los ámbitos de la plaza acalorada. Los altavoces proyectados hacia el cielo expelen vahos y el eco del estruendo del espectáculo se cuela por las calles y enmuda las demás músicas de los bares de la vía contigua. Y su comando cercena la danza folklórica de guitarras y tiples. Al fin un señor contesta y escucha la música y el rumor de fondo. Pero no sospecha que la conversación la escuchamos en masa los transeúntes. Sin embargo alcanza a decir:

—Que no se le escucha.

Y la gente ríe. Venden mermeladas y cremas, ropa china, imitaciones locales de artesanías de indios, salpicones y helados, accesorios para el celular. Y taladra el alcalde, dice:

—¿Pero usted sabe con quién está hablando?

Y su interlocutor no lo reconoce. La gente ríe. Una obra de teatro que torna al escenario en cómica envoltura. Estancado el tránsito de paisanos entretenidos alrededor de las cafeterías. Entonces el alcalde pronuncia su nombre alado. Los sonidos con los cuales supone aclarar y desatar la humildad del afortunado súbdito señalado con el dedo del azar de su bondad ubicua. Y tras conjurar su nombre, el alcalde lo rodea con un silencio breve de su propia ceremonia que le juega en contra: el interlocutor no dice nada, no causa efecto su nombre santificado, el señor del teléfono le responde,

—Ah, sí, sí, dígame.

La plaza ríe. El alcalde declina a salvar su honra y le dice,

—Yo soy el alcalde de Rionegro.

La voz del alcalde distintiva por su oratoria, la pausa conciliatoria. Era su propósito manifestarle a su interlocutor su magnanimidad al condonarle una deuda. Elegido entre miles de deudores como feliz liberado de la proscripción del crédito. El hombre escucha la turba del comercio, el susurro de la calle engrandecido. Un concierto de pachangas confundidas con voces de fiesta repetidas.

—Sí, sí, yo pedí un préstamo.

—Por cuánto hizo el préstamo.

Y tras los recovecos cesa la voz de sus respuestas, así como las risas carnavalescas y el tropel de las masas como abejas azotadas.



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