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La última vez que vino a casa, le pedí a mi tío que nos contara una de sus anécdotas, de cuando era guaquero y buscaba tesoros escondidos con su grupo de compadres: hombres guiados por los rumores de las historias de las gentes.
Bajo la sombra del parasol nos hablaba, su público era un grupo familiar nutrido:
—Todo guaquero debe tener los oídos abiertos —decía.
Bebía sorbos de su bebida. Listaba nombres de pueblos aislados de la civilización, replegados sobre la cordillera ignota. Hacía mención de rumores de luces fantasmágoricas que alguien vio. Murmullos y quejidos procedentes del otro mundo que alguno había oído. Explicaba que eran la suerte de indicios que buscaban.
—Uno debe estar atento a los relatos. A las anomalías de las que hablaban las gentes. Pues a partir de las descripciones que nos iban dando, sabíamos si valía la pena o no plantearnos las visitas a los sitios.
Más aún: según ese primer indicio comenzaban a descifrar los guaqueros la naturaleza de la maldición con la cual habrían de enfrentarse.
—Cada encantamiento es único y cada guaca exige una manera particular de aproximarse. Una vez —nos cuenta—, cavábamos hoyos en la tierra alrededor de un hogar abandonado. De una familia que había vivido allí hacía mucho tiempo y que permanecía desde entonces a merced de espíritus intranquilos.
Al arribar, encontraron rastros de trabajos de guaqueros anteriores alrededor de la casa: hoyos superficiales, tapados a medias. A un costado montaron la tienda de campaña y en el transcurrir de los días cavaron ellos también sendos agujeros. Pero no lograban encontrar nada.
—Fuimos aproximando los agujeros hacia las paredes de la casa.
Y sigueron cavando. Hacía un sol esplendoroso, sin rastro de nubes.
—La atmósfera del ambiente podía cambiar en cuestión de un abrir y cerrar de ojos.
De súbito se ennegrecieron los cielos. Y comenzaron a azotarlos lluvias incesantes. «Hágale que tiene que ser por aquí», se decían animosos.
Pero las cascadas diluviales llenaron los agujeros de sus búsquedas infructuosas y los convirtieron en trampas donde alguno, atrapado en el lodo, podía llegar a morir ahogado ante las miradas pávidas de sus compañeros. Tenían historias trágicas de guaqueros mal preparados que caían a los agujeros y no volvían a salir. Y de otros que, intentando ayudar, bajo truenos incandescentes y los caudales que se derramaban del cielo, habían sido arrastrados también hacia las profundiades insalvables.
—Eran formas de disuación propias de la guaca.
Mi tío leía el asombro en nuestros rostros y se deleitaba:
—Otra manera de esconder y proteger el tesoro.
De ahí que fueran desarrollando técnicas de oficio para hacerle frente a las defensas del inframundo. Los equipos debían proceder con método: construir carpas, trazar surcos de desagüe, volver a rellenar la tierra para dejarla intacta. Turnarse para cavar. Montar poleas. Establecer guardias.
—Y entre más nos acercábamos al botín, más fuerte era la presencia.
Llevaban una semana cavando, cuando comenzó a caerles tierra encima de los hombros.
—¿Cómo? —decíamos entre risas nerviosas.
—Sí, así es. Desde el cielo nos caía tierra.
—¿Cómo así?
—Nos caían terronazos sobre las cabezas de quienes echábamos pala o sacábamos tierra.
—A cielo abierto.
—A cielo abierto.
Y uno de los compadres diría: «yo no fui». Y otro decía: «que no fui yo». Con la verdad brotando de sus bocas.
Lo cual podía desatar reyertas dentro de la cuadrilla, motivadas por los días de mal dormir y poco comer. La pasión jugaba entonces una nueva capa de defensa sobrenatural. Y se culpaban unos a otros y las hojas de los machetes se desenvainaban. La avaricia les anticipaba un mejor corte del botín y se mataban entre ellos en accidentes fingidos. Saldaban cuentas: venganzas secretas, unas enterradas, otras recién surgidas en sus corazones.
De ahí que los equipos estuvieran compuestos familiares entrañados y colegas fieles, pues de esa manera se disminuía la posibilidad de una traición. De que estallara una ira encendida de súbito. Y si lograban sobreponerse, si el ánimo de la cuadrilla prevalecía, podían entonces descifrar, con el esfuerzo requerido por el encantamiento, la manera de deshacerlo y revelar el tesoro.
Convencidos de la dirección de los esfuerzos, se decían, «hágale que tiene que ser por aquí». Y se entregaban a su oficio porque su recompensa auspiciaba la fortuna. Oro precolombino. Doblones, lingotes coloniales.
Y el barro les caía sobre las nucas y la tierra se desparramaba tras el golpe y se les metía hasta dentro de las botas. Y algunos caían enfermos en medio de la lucha, pero su ambición era mayor y más arremetían y más se empeñaban en su continuar la labor. Entonces una nueva disuasión los acometía:
—Escuchábamos risas de niños.
—Cómo así.
—Como de niños que juegan.
—Cómo así.
—O llantos. Quejidos.
—Y de dónde salían.
—De ninguna parte. Y duraban horas y horas.
Y los oían pero no los veían por ninguna parte pues las montañas son inhóspitas y la selva desolada. Misterios que iban siendo desenterrados, de niños que lloran y juegan y sus voces son ecos de vidas ahora invisibles, pero que se escuchan y se entienden como si los tuvieran en la cercanía, de cuerpo presente. Y entre ellos debían darse fuerzas para no perder el sentido de las cosas y la razón del mundo.
Y alguno sufría de la impredecible consecuencia de la locura bajo la desesperación de un horror incognoscible nunca imaginado, apenas sospechado en los rumores más inverosímiles. Que les llegaría al cabo en un intento de hacerles desistir. Horrores incomprensibles que gestan comportamientos foráneos a las ideas y emociones habituales. Un fanstasma que ríe como niño y llora quejándose de un mal causado palazo a palazo. Heridos por el filo de cada acierto. Y el peligro no acababa allí:
—En momentos de revelación, un nuevo indicio podía flotar brevemente como un destello pasajero que se desvanecía ante nuestros ojos, indicando el sitio sagrado —dice mi tío.
Y cuenta que las luces los fueron invitando hacia dentro de la casa. En una de las habitaciones se desmoronó un pedazo del techo y lesionó a uno de los trabajadores, por poco lo aplasta. Entonces cavaron en aquella habitación. Había una cuna. Y allí se entregaron con el último de sus esfuerzos.
Y cuando al fin el botín se descubre, antes de estudiar la manera de abrirlo, es menester el fervor de la oración. Como el procedimiento involucra el riesgo de la muerte, cuenta mi tío que ante la vista del cofre, a la manera de un ritual, se santiguaban y oraban. Y entregaban sus almas a una protección alada, superior.
—Dependiendo de los contenidos, de la particular maldición que le hubieran impregnado a los bienes guardados, habría una oración para dispersar el hechizo. Por eso algunos guaqueros cargaban un librito de oraciones especiales para cuando se descubriera el tesoro.
Tras años de oficio, cuenta mi tío, algo había logrado sacar en claro: si se ha llegado hasta ese punto, es porque ha primado la buena fe y la fraternidad de los guaqueros. Pues rescataban del olvido la memoria de quienes atesoraran reliquias amadas. Y en el reconocimiento de cada objeto adentro, antes de una equitativa distribución consensuada, se debía orar para dejar que las almas encerradas juzgaran la pureza de esas otras almas que las despertaban de sus sueños perturbados. Liberadas del dolor misterioso sólo a través de una honesta encomendación de bondad.
Y por medio de constantes oranciones, suavizar y acallar los espíritus.
—Y destapamos el cofre. Era un cofrecito de madera, muy lindo, muy pulido y esmerado. Dentro había un relicario atado a una cadena de plata. Y con la foto de una niña adentro.
—Ah carajo.
—Había pertenecido a una niña que muriera de muerte natural y cuyos padres adoraran hasta los confines de la muerte.
—Y qué más.
Había oro.
—Pero eso no se puede vender —decía mi tío—. Si usted vende el oro que encontró en una guaca, se muere en los días siguientes.
—Qué.
—No pasa del tercer día.
—Cómo.
—Algo le sucede. Pero se muere. Está garantizado.
Su audiencia lo miraba incrédulo. Al lado del guaquero, el hijo menor, mi primo, nos contemplaba con sosegado placer.
—Yo la historia me la sé de memoria. La he escuchado muchas veces. Ustedes verán si le creen.
Y él y su padre se reían con complicidad.
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